El Papa Benedicto XVI y los ortodoxos: Una mirada al pasado

Jutta Burggraf, profesora de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, escribe este artículo de reflexión sobre el diálogo ecuménico entre católicos y ortodoxos

Estambul (capital de Turquía)

Sólo cuando tratamos de comprender al otro, podemos crear un clima de confianza. Y sólo cuando nos mostramos abiertos hacia las personas que piensan de modo distinto, que hablan otras lenguas, que creen, rezan y celebran los misterios de la fe de modo diferente al nuestro, podemos preparar un acercamiento mutuo. El Papa Benedicto XVI –tal como su gran predecesor– enseñaron y vivieron constantemente esta sencilla verdad.

Hoy en día, el diálogo ecuménico se encuentra en pleno desarrollo, y logra muchos frutos concretos. Numerosas comisiones teológicas trabajan conjuntamente, y nosotros los cristianos corrientes estamos aprendiendo a reconocernos mutuamente como hermanos. Quien siga de cerca estos acontecimientos, no puede dejar de advertir un evidente soplo del Espíritu Santo. „El compromiso de la Iglesia en la unidad es irreversible,“ aseguró Benedicto XVI al comienzo de su pontificado, cuando recibió al reverendo Samuel Kobia, actual secretario general del Consejo Mundial de las Iglesias, quien le respondió con firmeza: “Nuestro vínculo de unidad es inquebrantable, porque no está enraizado en nosotros, sino en Cristo.”

Sin embargo, a partir de la década de los 90, y debido al establecimiento de tres administraciones apostólicas –desde 2002, diócesis–, en el territorio ruso, el diálogo teológico oficial entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas fue interrumpido temporalmente. A principios del 2006, los patriarcas ortodoxos aceptaron reanudarlo por unanimidad. Como muestra de afesto y estima, Benedicto XVI había autorizado, en esta misma época, que se entregara una reliquia de San Andrés a la Iglesia ortodoxa griega. 

En adelante, los diálogos se concentrarán sobre el punto teológico crucial del primado, o ministerio de Pedro, en la Iglesia. Los cristianos ortodoxos aceptan la Sede romana, en general, como la primera Sede apostólica a la que compete una “primacía de amor” (San Ignacio de Antioquía), pero insisten en que los dos dogmas del Vaticano I sobre la jurisdicción universal y la infalibilidad no coinciden con su comprensión de la communio.

Catedral de Santa Sofía

Para facilitarles el paso hacia la unidad, el teólogo Ratzinger propuso -en una conferencia pronunciada 1976 en Graz (Austria)- volver la mirada hacia el primer milenio, cuando los cuatro grandes patriarcados de Oriente (Jerusalén, Antioquía, Alejandría y Constantinopla) vivían unidos a la Sede romana, sin negar sus propios ritos, tradiciones y costumbres: “Lo que fue posible en la Iglesia durante mil años, no puede ser imposible hoy. En otras palabras, Roma no puede demandar a Oriente más reconocimiento de la doctrina del primado que el conocido y practicado en el primer milenio.” En aquel entonces, la llamada “proposición Ratzinger” fue bien recibida en los ambientes ecuménicos, tuvo amplio eco y llegó a ser el tema principal de varios diálogos teológicos. Hay que tener en cuenta que, efectivamente, el ejercicio del primado ha cambiado mucho a lo largo de la historia, y cambiará en los siglos futuros.

Pero, aunque hemos avanzado mucho, durante las últimas décadas, en el camino hacia la unidad visible, no podemos abrigar ilusiones ingenuas. El camino ecuménico es largo y complejo. Benedicto XVI reconoce que cierto romanticismo marcó la idea de una posible reconciliación completa entre los cristianos durante los años posconciliares. Sin embargo, pide a los católicos perseguir ese objetivo con fe y paciencia, y con la firme convicción de que ésa es la voluntad de Cristo para su Iglesia: Que todos sean uno.

“El primer milenio, los cristianos estaban unidos –afirma el teólogo ortodoxo Dionysios Mantalos-. El segundo, divididos. El tercero no puede encontrarnos separados.”